Moorea: Nueva isla, nuevo paraíso

Moorea. Polinesia Francesa. Septiembre 2018.

MooreaCreo que Polinesia Francesa me impresionó tanto porque es como una caja de sorpresas. En España, antes de empezar mi viaje, me había prometido a mí mismo que iba a tomarme las cosas con tranquilidad para disfrutar de este viaje, pero mis ansias de conocer pudieron más y me lancé a una “gymkhana” polinesia saltando de isla en isla durante 10 días. Cuando pensaba que no podría ver algo tan paradisiaco como Maupiti (ver entrada anterior) me encontré con Moorea y sus bahías de ensueño. A dios pongo por testigo que si alguna vez regreso a la Polinesia Francesa me pasaré dos meses viajando por aquí, aunque tenga que alojarme debajo de una palmera y sobreviva a base de cocos, a dios pongo por testigo (versión polinesia de la famosa frase de Escarlata O’hara en la película “Lo que el Viento, o el Tifón, se llevó”, ver secuencia aquí).

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Bahía de Opunohu. Una de los sitios con encanto de Moorea.

Cuando reservé el multi-pase de avión para visitar las islas (ver entrada anterior), pensé que podría volar directamente a Moorea, pero cuando intenté hacer las reservas online no pude, quizá porque quería hacerlo desde Maupiti. Si hubiese ido a la agencia de Air Tahiti en Papeete tal vez hubiera podido organizarme mejor, pero por falta de tiempo tuve que reservar todo online. Al final, decidí que dormiría en Papeete y por la mañana cogería el ferry a Moorea.  La noche anterior me alojé en casa de Yasmine, la misma en la que había dormido cuando llegué por primera vez a Polinesia (ver entrada anterior). Me había quedado con su número de teléfono y el día de antes la llamé para hacer la reserva. No tuve ningún problema.

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Sólo falta poner el velero para que esta bahía sea perfecta.

Yasmine se ofreció a llevarme a las 6 de la mañana al puerto para coger el primer ferry, lo que le agradecí enormemente, más porque lo hizo de gratis. Polinesia y sus gentes, los perfectos anfitriones. Compré el billete, facturé la mochila y embarqué. Me di un paseíto matinal con mi mochila pesada, porque la zona de embarque estaba en el piso de arriba y la mochila se dejaba en el piso de abajo. Así que tuve que hacer el camino dos veces. Una vez abordo, me tomé un cafecito y subí a la cubierta para ver el paisaje. Es especialmente bonito cuando se acerca a Moorea y puedes ver la isla desde el barco. En menos de una hora habíamos llegado a destino.

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Disfrutando de las vistas de Moorea desde el ferry.

En Moorea reservé dos noches en un Airbnb muy coqueto que estaba en la bahía de Cook (ver sitio web). El sitio estaba a unos 10 km del aeropuerto. Chantal, la dueña de la casa, se había ofrecido a recogerme a mitad de mañana en el puerto. Sin embargo, para aprovechar mejor el día decidí que me acercaría a su casa con el autobús para ganar tiempo. La parada estaba al lado de la terminal de ferris, pero no le entendí bien al conductor y lo cogí en dirección contraria. El trayecto del autobús era una carretera circular que recorría toda la isla. En vez de los 10 minutos que me hubiese costado llegar a destino, me tiré una hora larga de viaje. ¡Esto sí que es aprovechar bien el tiempo! Al menos disfruté de las vistas de la isla. En un momento dado un par de turistas y yo nos quedamos solos en el autobús, porque el conductor nos pidió permiso para bajar a comprar unas cosas y tomarse un café rápido. Que cosas, ahí nos quedamos esperándolo. Los isleños, a diferencia de los turistas, tienen un concepto diferente de lo que es el tiempo.

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Cocina de la casa de Chantal. Con estas vistas se pone a fregar los cacharros cualquiera.

Después de instalarme en la casa y conocer a los cinco perros de la dueña, decidí salir a explorar la isla. Chantal, encantadora y amable, me aconsejó varios sitios en la bahía Opunohu que merecía la pena visitar.  Salí a la carretera y me puse a hacer dedo. En menos de 10 minutos una pareja de turistas paró y me acercó en su coche hasta un camino que subía al Moorea Tropical Garden. El chico que conducía había estado jugando en el Rayo Vallecano hace muchos años. No soy muy aficionado al futbol, así que tampoco puedo daros muchos detalles, pero que pequeño es el mundo, ¡por Dios!

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Vitaminámdome y mineralizándome mientras veo el mar.

El camino era bastante empinado y llegué al jardín Tropical con la lengua fuera, pero las vistas merecieron la pena. Desde este sitio había un pequeño camino muy agradable que discurría por dentro del bosque y terminaba en una pequeña cascada. Aproveché para explorarlo y refrescarme. Cuando regresé al jardín me pedí el buffet tahitiano de fin de semana, incluido un zumo de frutas tropicales para restablecer adecuadamente mis niveles vitamínicos en sangre.

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Siempre me sorprende que haya agua dulce en una isla. Será que cuando llueve aquí, llueve de verdad.

En la tienda tenían un montón de productos artesanos de fabricación propia, incluida la famosa loción para la piel (monoi) a base de aceite de coco y esencia de flor de tiare que utilizan en toda Polinesia. Me compré dos frascos. Lo que no sabía es que si baja la temperatura ambiental por debajo de 10 grados, la loción se solidifica y no sale por el espray ni a la de tres. Os lo digo porque cuando se las traje a mi familia en navidades no sabían que hacer con semejante pedrusco y fue necesario ponerla en el radiador o al baño maría para fundirla. Yo y mis compras.

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Vistas desde el jardín tropical de Moorea.

Después decidí subir al Belvedere, un mirador que se encuentra en mitad a de la isla y tiene unas vistas magníficas. Estaba como a unos 6 km y decidí ir andando para ir cogiendo forma para mis aventuras en los Andes peruanos. El camino no era nada complicado y pasa por un paisaje muy agradable. Creo que los autóctonos no terminaban de entender que estuviera interesado en andar tanto, porque me pararon tres veces para ofrecerme subir en coche al mirador. Yo educadamente les agradecía su gesto, pero intentaba explicarles que quería andar. En fin, al cuarto coche que paró y como empezaba a amenazar lluvia, accedí a subir motorizado. Los dueños del coche eran una pareja polinesia que habían venido desde Tahiti a pasar el día a Moorea.

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Caballo pastando en uno de los prados subiendo al Belvedere.

En la subida me dijeron que si quería visitar una de los yacimientos con templos de la isla. Como insistieron tanto les dije que sí y nos dimos una vuelta por los templos  (Marae Titiroa & Marae Ahu-o-Maine). Finalmente, llegamos al mirador. Yo quería quedarme a disfrutar de las vistas y me daba apuro, porque la pareja no quería dejarme abandonado y estaban esperándome. Tras un buen rato explicándoles que quería bajar andando y prometerles por lo más divino que, aunque me dejaban sólo estaría bien, accedieron a marcharse. Yo les di un millón de gracias y ellos me pidieron sacarse una foto conmigo, a lo que accedí de mil amores.  Si es que los polinesios son muy hospitalarios. Luego nos sentimos incómodos porque no estamos acostumbrados a que el prójimo haga algo por alguien sin pedir nada a cambio. Vaya sociedad en la que vivimos.

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Explorando los Marae con mi guías polinesios particulares.

El Belvedere tenía una panorámica espectacular del monte Rotui separando las dos bahías de Moorea.  Había unos adolescentes con música «reggae» que ponían la banda sonora a un sitio tan espectacular. Esperé a que un autobús de turistas se largase para poder extasiarme a gusto y gozar sacando fotos. Me quedé una hora en el mirador disfrutando de las vistas y eso que el tiempo no acompañaba del todo. Desde el mirador empiezan algunas rutas de senderismo por los picos cercanos al Belvedere, que seguro que merecían mucho la pena, pero al final no me animé por fata de tiempo y la amenaza de lluvia.

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Vista desde el Belvedere. Esta panorámica parece que la han sacado del señor de los anillos.

El camino de vuelta fue sencillo porque era cuesta abajo y cuando llegué a la carretera principal hice otra vez dedo para regresar a casa. Los turistas que me pararon querían visitar la fábrica de zumos Rotui. Estaba de camino, pero cuando llegamos estaba cerrada. Una pena, porque a mí me hubiese hecho ilusión verla y averiguar que le ponían al zumo de mango al que estaba tan enganchado. Posiblemente, solo lleva mangos naturales, por eso está tan bueno.  Después de una tarde tan agradable, aún me dio tiempo de darme un chapuzón en la piscina de Chantal y cambiarme de ropa antes de salir a cenar.

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Piscina con vistas a la bahía de Cook para meditar después de la caminata

Me acerqué andando al Moroea Beach Café (ver sito web). En todas las mesas de este restaurante había cubiteras de “Veuve de Clicquot”, champán francés del carete, así que ya me imaginaba que iba a salir desplumado. Era un sitio encantador con sus mesas al lado del agua y música “chill out”. El ceviche polinesio que me comí estaba muy bueno. Ver los barquitos al atardecer sobre un mar de amarillos y ocres, mientras disfrutaba de un cóctel, fue muy bucólico. Lo malo de viajar solo es que al final te encasquetan en la peor mesa, al lado de la cocina y con peores vistas. Aun así, mereció la pena e intenté no pensar mucho en el humo que echó mi tarjeta de crédito.

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Atardecer de postal desde mi mesa del restaurante.

Después de cenar volví a casa de Chantal andando con mi frontal durante 15 minutos por la carretera. Aunque los cinco perros de Chantal estaban encantados de verme, pasé de ellos porque estaba muy cansado. Así que me fui directo al sobre y me mandé certificado hasta el día siguiente. Mientras me dormía pensé en que más allá de Maupiti también hay aventuras y paraísos.

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