De camino a Cajamarca, un viaje por las tortuosas carreteras de Perú

Cajamarca. Perú. Octubre 2018.

Siempre he sido muy fan de la guía Lonely Planet y de seguir sus consejos al pie de la letra como si de la biblia se tratase. Así, si en la guía aconsejaba subir a la pata coja a una montaña a las tres de la mañana en noche de plenilunio, con una cola de lagartija en el bolsillo para espantar a los ancestros de la región y así poder ver un amanecer que quedaría grabado para siempre en la retina, ahí que voy de cabeza con lagartija incluida en el bolsillo y todo. Afortunadamente, con el tiempo me estoy curando de la “lonelitis” y he descubierto que hay vida más allá de esta guía. Sí que es cierto que sigo opinando que es muy útil y siempre la llevo conmigo, pero últimamente intento no seguirla de forma estricta, aunque no siempre lo consigo.

En la Lonely Planet describen el viaje de Chachapoyas a Cajamarca por carretera como uno de los atractivos turísticos del norte de Perú. El camino es muy pintoresco y lleno de emoción, porque la mayor parte del camino serpentea por estrechos pasos de montaña con precipicios a los lados, que hace temblar los nervios del más pintado. Un viaje desde luego “inolvidable” y que la guía advertía expresamente. Dado que no quería bajar mi nivel de adrenalina tras el viaje en teleférico en Kuélap (ver entrada anterior) y quería seguir disfrutando de emociones fuertes, decidí seguir una vez más los consejos de la todopoderosa “Lonely Planet”.

Camino de Chachapoyas a Cajamarca

El día anterior me había acercado a la estación de autobuses de Chachapoyas y pregunté por los billetes para ir a Cajamarca. Hay mucha gente que prefiere coger el autobús nocturno, pero que emoción tiene pegarse una paliza de casi 12 horas de viaje para ir de noche y perderte el espectáculo. La chica de la estación me dijo que para ese día no le quedaba sitio al lado del conductor, una lástima porque sin duda era el asiento con mejores vistas para el viaje. En cualquier caso le pedí un asiento al lado de la ventanilla y si era posible en el lado con mejores vistas del precipicio. Me miró con cara de “este turista de que planeta se ha escapado”, pero diligentemente me reservó un asiento que cumplía con todos mis requisitos.

La ruta discurre entre valles y montañas con un gran encanto.

El combi/furgoneta salía a las 4 de la mañana y mi sorpresa fue que a esa hora no había ningún taxi que me llevase del albergue a la estación, así que tuve que cargar con mis mochilas en mitad de la noche por las calles desiertas de Chachapoyas. La estación estaba bastante alejada del centro de la ciudad donde me alojaba.  Llegué deslomado, pensando por quincuagésima vez que quizá debería de hacer hecho un curso de cómo hacer mochilas y ser más selectivo en el contenido de mi equipaje. Un pensamiento que como otras veces había tenido el mismo efecto que predicar en el desierto.

Viaje con vistas privilegiadas al precipicio.

En la estación no había mucho movimiento y desde luego yo era el único extranjero en las inmediaciones. Localicé la furgoneta y subieron mi equipaje al vehículo. Al cabo del rato descubrí que nadie estaba siguiendo los números de asiento asignados, así que en cuanto que pude me subí a la furgoneta y me senté al lado de la ventanilla. No quería perderme el espectáculo.

Furgoneta similar a la que viajabamos y que escasamente cabe en la carretera.

Nada más arrancar el combi, el cansancio se apoderó de mí y me quedé dormido. Después de un par de horas me desperté, ya se había hecho de día.  Íbamos todos en silencio dentro de la furgoneta. La carretera era muy estrecha y escasamente cabían dos vehículos en la calzada. Las curvas tenían escasa visibilidad y antes de cada curva el conductor hacía sonar el claxon para avisar de nuestra presencia. Afortunadamente, el tráfico era prácticamente nulo.

La carretera va serpenteando por la montaña.

Las vistas no defraudaban, debajo de mi ventanilla se veían los valles a algunos cientos de metros por debajo de mí.  La carretera carecía de arcenes. Parece que íbamos colgados del cielo disfrutando de las vistas.  No me quedaba más opción que encomendarme a la experiencia del conductor y esperar que llegásemos sanos y salvos a destino. El paisaje no tenía desperdicio y era increíble ver la carretera ondulante que subía por la falda de la montaña hasta perderse en el horizonte.

Balsas, un pueblo marcado por un puente.

A mitad de camino paramos a desayunar en un puesto de carretera. Era un sitio sin ningún encanto, pero la señora nos sacó un plato de sopa de gallina muy rico. Aprovechamos para ir al baño y recomponernos antes de seguir el resto del viaje.  Después de otras tres horas de viaje paramos en Balsas, un pueblecito que estaba en el fondo del valle y donde cruzaba el rio Marañón, uno de los ríos más caudalosos de Perú y afluente del Amazonas. Se notaba que estábamos en el fondo del valle porque hacía un calor horroroso. Salimos del vehículo y aproveché para comprar unos plátanos y estirar las piernas.

Microbiólogo balsero en busca de plátanos, los del puesto de atrás no tienen mala pinta.

Un par de horas más tarde alcanzamos nuestro destino, Celendín. Esta población es famosa por sus sombreros de ala ancha.  Todo el mundo se bajó de la furgoneta, pero yo había comprado mi billete hasta Cajamarca. El conductor me dijo que fuera a la oficina de la compañía y preguntase. En la oficina me dijeron que no me preocupara. La verdad es que no se cambalache me habían preparado pero una chica me llevó a otro garaje donde la furgoneta de otra compañía iba a salir para Cajamarca. Después de esperar media hora más salimos hacia mi destino final, sin coste adicional. Después de todo el periplo por las carreteruchas de Perú y  más de 11 horas de precipicios llegué a Cajamarca.

Lugareño con su sombrero de Celendín.

En la estación de Cajamarca paré a una mototaxi para que me llevase al hotel donde me alojaba, pero el conductor no tenía mucha idea de donde estaba. Llevaba marcado en el “Google maps” donde estaba el alojamiento y veía que a ratos parecía que el taxista me llevaba en dirección contraria. Además las mototaxis tienen prohibido meterse en el centro de la ciudad, así que al final opté por decirle que me dejase lo más cerca que pudiera del centro y el resto del camino lo hice andando y con mis “bien equipadas” mochilas.

Hora punta en las calles de Celendín

Había reservado una habitación en el Hospedaje Los Jazmines (ver sitio web) una bonita casona colonial con su patio interior y el tejado de tejas de alfarero de las de toda la vida.  Un sitio con encanto y tranquilo. Me dieron una habitación triple con una cama de matrimonio y una individual, pero me advirtieron que la cama de matrimonio no la podía usar o tendría que pagar más por la habitación. Creo que es la primera vez que me sucedía una cosa igual, pero bueno les hice caso. A estas alturas del viaje estaba en modo “low cost” y no me apetecía tener sorpresas.

El patio con encanto del Hospedaje Los Jazmines

Me tumbé en la cama para echarme una merecida siesta después del viaje épico por las cordilleras peruanas que encontré francamente gratificante, especialmente porque al abrir el ojo no veía un precipicio debajo del borde de mi cama. El WiFi no iba muy allá, así que baje a recepción a preguntarles que cosas se podían visitar en la ciudad. Había pensado darme un paseo por la ciudad y subir al mirador de Santa Apolonia. Las mujeres de la recepción me advirtieron que tuviese cuidado por la noche y que no andará soló especialmente por el mirador.

Casas con anuncios propangandísticos en el paso del puente de Balsas.

El paseo por la ciudad fue muy agradable y desde la plaza de armas de la ciudad me encaminé hacia la calle que sube al mirador. Para llegar arriba había una calle empinada que terminaba en unas escaleras con un diseño muy peculiar. Al final de la escalinata se encontraba la capilla de Santa Apolonia y un poco más arriba estaba el cerro con un parque desde donde se podía ver toda la ciudad. En este cerro se encontraba el asiento del inca, lugar en el que se cree que Atahualpa, el rey inca se sentaba para poder ver a todos sus hombres. Cajamarca era el lugar donde ejército inca venían de asueto para descansar y disfrutar de los baños termales existentes en la zona.  

Impresionante atardecer desde el asiento del inca en Cajamarca.

Estuve un buen rato sentando disfrutando de las vistas y viendo el atardecer, incluso por un rato me regocijé pensando que era el mismísimo Atahualpa. Cajamarca estaba muy bonita cuando se empezaron a encenderse las luces y aun pese al viajecito por carretera, estaba muy contento de haber venido a esta ciudad. Sin embargo y a sabiendas de cometer un pecado mortal contradiciendo a mi bien amada Lonely Planet, creo que utilizar el avión para venir a Cajamarca es la mejor opción si encuentras un vuelo barato.

EScalinata de diseño en Cajamarca con la capilla de Santa Apolonia al fondo.

Mientras estaba en estas tesituras teológico-viajeras me acordé de repente de la advertencia de las mujeres de la recepción del hotel y como una vulgar cenicienta abandoné el cerro a toda prisa antes de que se hiciese de noche cerrada. Lo cierto fue que no tuve ningún problema, ni sentí ninguna situación peligrosa, pero no quise tentar a la suerte.